Cerré los ojos y lo vi

 

Cerré mis ojos y la encontré frente a mí, la inmensidad de una pradera repleta de flores amarillas. Colinas por las que correr atravesando el viento, más allá, frondosos árboles que agitaban sus ramas al ritmo de una coreografía absoluta y atrapante. Tras de mí quedaba todo lo conocido, por delante la incertidumbre total me envolvía como un halo dorado, cristalino y luminoso. Me hacía flotar, no sentía mis pies sobre el suelo, era liviana, no pesaba mi cuerpo y el corazón se me salía del pecho. La sensación de plenitud y felicidad atravesaba mis poros como fuegos artificiales que se proyectaban hacia el cielo, hacia el infinito. El sol me iluminaba como nunca antes, podía recibir su intensa luz con mis ojos abiertos, sin pestañear mientras abrigaba mi cuerpo con todo su candor. 

Cerré mis ojos y como en un sueño mágico del que no quería despertar comencé a vislumbrar a lo lejos sombras en movimiento que poco a poco fueron acercándose, tomando forma y color. Sus cuerpos cobraron sentido para mí y fui reconociendo a todos y cada uno de aquellos rostros amados que había perdido tiempo atrás. Felices y sonrientes venían a mi encuentro con sus brazos extendidos mientras yo permanecía inmóvil, cubierta en lágrimas de dicha y emoción. 

No sabía hacia donde iba pero necesitaba ir. Volví mi rostro hacia atrás y entendí que lejos quedaba la vida como yo la conocía. Sentí que me estaba despidiendo, no podía volver allí. Por delante, el rostro sonriente de mi papá me envolvió en algarabía y no pude más que ir corriendo a abrazarlo como nunca, como siempre. Me acariciaba el rostro y sonreía, las palabras sobraban mientras yo recorría su barba y sus bigotes. Me sentía pequeña pero con la experiencia de todas mis décadas vividas. No sabría explicarlo, lo más cercano sería recordar esa felicidad plena e inconsciente de cuando somos niños. 

Tras él, se acercaba mi abuelo Francisco con una bolsa de pan rallado para las palomas. Me emocioné al pensar que podríamos caminar juntos bajo los árboles y esperar que todos los bellos pájaros se acercaran a nosotros atraídos por las migajas y luego asustarlos en un santiamén, sólo por diversión. Mi abuela Aurora estaba a su lado, batía merenguitos mientras elogiaba mi vestido. Llevaba el pelo largo recogido en una trenza bellísima. Mi abuela Mary me aguardaba junto a una hermosa mesa de té, mientras sostenía su tetera me invitaba a tomar asiento para conversar sobre las cosas importantes de la vida. Muy cerquita el abuelo Patxi tocaba el acordeón mientras mi hermana Rocío me enseñaba su lugar favorito. El espacio se dimensionaba distinto y el tiempo no me preocupaba. La plenitud de un instante es algo demasiado mágico como para poder explicarlo. 

La madrina de mi hermano preparaba unos mates, a su lado, un amigo mío corregía su última obra de teatro. El sobrino de una amiga caminaba por ahí, muy cerca de algunos de los padres de mis compañeros y poco a poco se sumaban amigos de la familia y otros rostros conocidos , todos estaban allí.  

Sabía que detrás quedaban mis plantas, mi bicicleta, mi casa, mis libros, mi teatro y mi compañero de vida. Lejos quedaban mis amigos y mi familia, el mundo tal cual lo conocía, aquella vida que amaba vivir y donde era tan feliz. Atrás quedaba mi hijo y era lo que más me dolía. Pero la inmensidad de aquella felicidad superaba todo lo sabido, todo lo aprendido en el camino. Era encontrarme frente al rostro sonriente de mi papá y sentir que una luz infinita me atravesaba el alma. El poder abrazarlo hacia valer cada instante que permaneciera allí. Siempre supe que lo había extrañado, pero no sabía cuánto. 

Mi hermana me tomaba de la mano y me llevaba a su lado, brincaba como hacen los niños, primero un pie luego el otro. No sé qué edad tenía ella, yo no la recordaba pero aún así la conocía. Eran mis seres queridos pero estaban congelados en un tiempo distinto cada uno. ¿Lo habrían elegido así o era yo la que elegía en qué etapa recordarlos?

Nos hamacábamos bajo el sol mientras mi papá nos observaba a las dos, nos saludaba con la mano y se reía. Sé que hacia chistes aunque yo no lograba entender lo que decía. Me sonreía mientras yo abrazaba lo que al principio confundí con un simple libro. 

Al abrirlo, como imágenes en movimiento fueron apareciendo una a una las memorias de una vida que aún vibraba fuera de aquel paraíso y el dolor punzante del peligro al olvido me atravesó el pecho como una daga, como si un rayo me partiera en dos. 

Sentí el dolor del adiós, sin siquiera pronunciarlo. Agradecí la dicha de los que fueron míos, agradecí la luz en aquella inmensidad. Aferrándome a aquel álbum de recuerdos, cerré mis ojos tan profundamente y desperté en mi cama, junto a mi compañero de vida. Allí estaban mi bicicleta, mis plantas, mis libros, el mundo tal cual lo conocía, aquella vida donde era feliz. Mi hijo, mis amigos, mi familia existían para mí. 

Ya llegará el día, ya habrá tiempo de volver, sé lo que me espera al partir y no tengo miedo. 


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