Una mano en el portaequipaje y otra en la espalda
Abuelos
paternos inmigrantes, trabajadores eternos. Sin estudios. Abuelos maternos del
norte del país. Trabajadores sin estudios también. Mamá y papá unidos en santo
matrimonio. Años ochenta. Familia tipo. Departamento de dos ambientes (y medio,
hay que aclarar), contrafrente, sin balcón pero con un lavaderito
independiente. Televisor en blanco y negro hasta que se pudo cambiar por uno a
color con videocasetera que terminó saliendo un ojo de la cara debido a la
inflación. Autito medio pelo. Educación primaria en colegio público para los
niños. Sí, éramos dos hasta ese momento, mi hermano y yo.
Todo
se hacía por duplicado. TODO. No había favoritismos, ni privilegios, ni
preferidos para nadie. Casi diría que no estaba permitido. Así que si se
compraban joggings eran iguales, uno azul para él y uno amarillo para mí. Zapatillas
y camperas, mismo parámetro. Si íbamos a los de los abuelos a jugar, obvio
íbamos juntos. Si se dormía siesta junto a mamá, ella tenía que estar en el
medio, ninguno podía tener la exclusividad de estar solo a su lado. Si se
miraba tele, tenía que ser un programa que nos gustase a los dos. Dormíamos en
el comedor en una de esas camas plegables, él arriba, yo abajo. No había
puertas de cuarto, ni cuartos separados. Se prendían o se apagaban las luces para
los dos a la misma hora. Íbamos al mismo colegio y al mismo turno, por obvias
razones. Cada uno tenía su caña de pescar, su bolsa de dormir y su pasamontañas
(esos gorritos horribles que te protegían del frío pero solo te dejaban los
ojos libres, cubriéndote la cabeza y el cuello). Claro, todo esto también se
compraba (o heredaba) por dos. Así sucesivamente. Así con todo. La igualdad
como estandarte era la bandera que flameaba en esta familia.
Excepto
por una mera cosa; había algo, una única actividad, una increíble dicha que tan
sólo compartíamos MI PAPÁ Y YO (así, en mayúsculas): LA BICICLETA. Mi papá se
apareció un día con una de esas plegables que fueron furor en mi infancia: las
Aurorita (quizás la mía fue de otra marca y nunca lo supe, tampoco me
importaba). Yo estaba fascinada. No tenía aún ni seis años y esa bicicleta roja
era lo más. Por alguna razón mi hermano no se copó con el artefacto, se debe
haber caído, golpeado o asustado, no lo recuerdo. Así que la bici era sólo mía.
Vivíamos
sobre una avenida muy concurrida, pasaban muchísimos autos así que no era lugar
para aprender a andar. Lo hacíamos a la vuelta de la manzana. Recuerdo a mi
papá sosteniéndome del portaequipajes con una mano y empujándome con la otra en
mi espalda. Tenía que mover los pedales, agarrar el manubrio, no perder de
vista los frenos, recordar la bocina en caso de que fuera necesario. ¡Uf, dios
mío! Creo que todos sentimos ese pavor inmenso a lo desconocido, a la aventura
de lanzarnos; yo lo sentía. Por alguna razón siempre tuve la sensación de que
mi papá tenía absoluta y plena confianza en mí y eso me alentaba sobremanera.
El
vacío, el viento en la cara, el manubrio que gira hacia la derecha tomando una
nueva vereda, haciéndome dueña de aquellas baldosas del barrio de Flores, mi
barrio. Arrancábamos en Franklin, andaba unos metros hasta la esquina y doblaba
a la derecha por Fray Cayetano y allí el mundo, varios negocios, la entrada de
dos edificios, árboles y la farmacia que me esperaba en la otra esquina, donde
me encontraba con la avenida. Ese era el límite, la zona casi prohibida, el
borde de todo precipicio para mí. Era muy pequeña y los autos venían a
muchísima velocidad. Era tomar la decisión en un instante de frenar con todas
las fuerzas de mis pequeñas manitos o doblar en una curva pronunciadísima que
podría implicar chocar contra aquel inmenso árbol o llevarme puesto el
changuito de alguna vecina o algún transeúnte despistado.
Yo
iba a por todo, con el miedo en la boca, el estómago estrujado, el recuerdo de
la imagen de mi papá una cuadra atrás, su confianza me alentaba, no podía
detenerme. La manzana era mía. Si todo salía bien, a veinte metros de aquella
esquina al doblar se encontraba nuestro edificio. Allí me detenía. Sonreía,
saludaba por dentro y pegaba la vuelta para realizar el camino inversa y volver
al punto de partida.
Todo
era una aventura. En los ochenta no había cascos, ni rodilleras, ni coderas.
Había desparpajo y desconocimiento. Si te caías, te la ponías. Pero aquellas
marcas eran heridas de guerra que ilustraban mis relatos que contenta compartía
a mi mamá y a mi hermano cuando volvíamos a casa.
El
único que tenía bicicleta en la familia era mi papá. La usaba para ir a la fábrica. Todas las mañanas nos levantaba,
nos servía el desayuno y nos alcanzaba al colegio a mi hermano y a mí. Luego
retiraba su bicicleta de la casa de mis abuelos (verde agua, de las finitas,
tipo de carrera, con el manubrio doblado que a mí nunca me gustó) y yo lo veía
pasar desde la ventana de mi aula camino a su trabajo. Era un espécimen mi
papá. Él sí usaba casco y unas calzas ajustadas negras que tenían refuerzo en
la zona genital, especiales para los ciclistas, así como también sus
zapatillas. Era raro, pero a mí me divertía. Nunca había visto a ningún otro
papá que usara eso.
Ese
amor por la bicicleta que siempre compartí junto a mi papá fue algo que atesoré
en mi corazón y que sigo conservando cada vez que me subo a una. A partir de la
llegada de mi plegable roja, un mundo de posibilidades se abrió ante mis ojos.
La cargábamos en el auto cuando íbamos a pescar a la costanera y yo andaba de
aquí para allá, ida y vuelta, casi, casi solita. Era la magia de la
independencia en mi corazón de pequeña. Y era solo mía. Cuando pasó algo de
tiempo y empecé a tomarle la mano, ya se incorporaron a mis paseos, la plaza,
la vuelta manzana de la casa de mi abuela, la vereda de mi mejor amiga y tantos
otros lugares. Hasta que tuve que dejarla partir, claro, yo había crecido y
junto con la edad vienen los cambios. Nuestra siguiente adquisición fue una
bici celeste modelo semi-carrera con cuadro de varón, que le compramos usada a
uno de los porteros del edificio de enfrente de nuestro departamento. Tengo la
sensación de haberla usado poco tiempo y no estoy segura de si mi hermano se
animó a subirse.
Habiendo
comenzado otra década, a los pocos meses de habernos mudado a una nueva casa,
en un nuevo barrio, ensimismada en la “tragedia” de haber tenido que dejar mi
vieja escuela y mis viejos amigos, se produjo la magia. Mi papá se apareció con
una de esas bicis (esta vez nueva, no usada) de color rosa medio lila, con
tiritas colgantes en el manubrio y un canastito blanco precioso por delante.
Era rodado 26, cuadro de mujer, modelo de paseo. Fui la persona más feliz del
universo. Mis pies apenas llegaban al piso, pero nada me detenía. Recorrí junto
a ella millones de aventuras a través de los años. Lo sigo haciendo, porque aún
la conservo. Es mi bicicleta. Y cada vez que me subo siento la confianza ciega
de mi papá y sus manos, una
en el portaequipaje y otra en mi espalda que me empuja. Y siento el viento, y
el vacío y esa adrenalina en las esquinas que me hace sentir tan viva.
Rosario Sabarrena
Hermoso!!! Me acuerdo totalmente del depto, el medio ambiente donde dormian Agustín y vos, y todo el resto de la casa... También me acuerdo de tu papá en bicicleta y con calzas!!! De Manolo y morcilla q vivían ahí también ♥️♥️♥️
ResponderBorrarSoy Melina x si no lo notaste jaja te amoooo
BorrarQuién más sino? Amiga de mi alma. Papá marcando tendencia en calzas, no? Amo que seas parte de mí vida.
BorrarSolo te digo que me hiciste sentir ese viento en la cara...
ResponderBorrarTe abrazo gigante. Brindo por ese viento.
BorrarCuántos emoción !! Cuantos lugares recorridos ...y vividos intensamente..el recordar la niñez es sentir una caricia en el alma....
ResponderBorrarUna caricia en el alma que nos acompaña toda la vida.
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