Una melodía en cada movimiento
Emilia
era una joven pelirroja que amaba la música y sentía una total y completa
felicidad cada vez que bailaba. Ella escuchaba instrumentos, canciones y notas
musicales por todas partes. Cada movimiento que la rodeaba siempre estaba
acompañado por una melodía. Desde chica había tenido la sensación de que su
vida era un musical y ella la protagonista. Por haber vivido su infancia y
adolescencia en el campo, siempre supo estar rodeada de naturaleza.
A
Emilia le encantaban los árboles. Solía abrazarlos cada vez que los cruzaba y
susurrarles cosas dulces mientras los acariciaba. Tenía sus favoritos, por
supuesto, pero no era de discriminar a ninguno. En su vieja casa de campo una
inmensa hilera de pinos bordeaba todo el terreno. A ella le fascinaban lo altos
que eran. Tan frondosos. Le parecían maravillosos. Atrás de la casa, cerca del
gallinero tenían un viejo sauce llorón que era uno de sus favoritos (aunque no
lo dijera). Cada mañana se levantaba y luego de desayunar iba directo al sauce
al que había apodado “Lagrimita”.
“Buen
día, Lagrimita, ¿cómo te sentís hoy? ¡Mirá que hermoso día de sol!”, ella lo
alentaba. No soportaba la idea de pensar que podría estar triste y siempre
encontraba algo nuevo para darle ánimo. Lagrimita sonreía. Emilia era la niña
más dulce que él había visto en ese lugar. Porque antes de que ella se mudara
con su familia a esa casa, otros habían vivido allí y no eran tan cariñosos. Definitivamente
Emilia era su niña más querida. Lagrimita la abrazaba con sus enormes ramas colgantes
como suspiros que van cayendo desde el cielo. Le fascinaba hacerle cosquillas
con sus hojas y cuando ella tenía un mal día, el viejo sauce llorón tan solo se
balanceaba en silencio al compás del viento, ese que tanto Emilia disfrutaba
escuchar.
Ella
creía que los sapos y las luciérnagas así como los pajaritos eran el mejor
equipo de improvisadores musicales del que uno podía ser parte. Se arrojaba al
pasto boca arriba y mientras dejaba que los rayos de sol la bañaran por
completo o la cegaran si aguantaba sin pestañar mirando fijo y de frente al
cielo; ella movía los brazos sacudiendo hojas por aquí y por allá. O hacía
roles y vueltas carnero llenándose el cuerpo de hojas y ramitas.
Por
las tardes, luego de cumplir con las tareas de la escuela, a Emilia le
encantaba visitar su lugar favorito, su más preciado refugio; su lugar en el
mundo, allí donde escribía sus diarios íntimos y donde soñaba despierta. Un
hermoso ceibo llamado “Don Javier” la esperaba ansioso junto al ocaso de la
tarde, allí donde el cielo se confunde con sus naranjas y sus rojos, sus azules
y sus amarillos.
Emilia
abrazaba a su viejo amigo el ceibo y recorría cada una de sus ramas con sus
hojas y sus flores. Siempre bailaba mientras lo hacía. Cantaba y reía mientras
giraba a su alrededor. El ceibo se emocionaba y cantaba junto a ella cada
canción y si no sabía la letra, tan solo tarareaba feliz mientras ella lo
rodeaba. A Emilia le encantaba recoger las flores que caían y guardarlas en un
frasco para luego compartirlas en un montón de rincones de la casa. Siempre le
decía “te llevo conmigo”, cada vez que guardaba sus pétalos rojos.
Bajo
aquel ceibo solía descansar su padre antes de partir. A él le gustaba sentarse
a mirar el atardecer mientras tomaba unos mates bajo el sol que se despedía,
así como una vez se tuvo que despedir él. Perderlo fue la etapa más triste en
la vida de Emilia y se aferró fuerte a aquel lugar donde aún sentía su
presencia. El ceibo llevaba el nombre de su padre. Emilia consideró que era la
mejor opción para no ser olvidado.
Cuando
Emilia creció tuvo que dejar el campo para poder estudiar. Lo que más miedo le
daba de mudarse a la ciudad era la idea de perder a aquellos amigos mágicos que
eran parte de su vida y de sus sueños. La sola idea de no poder bailar y cantar
bajo los rayos del sol la ponían muy triste.
Antes
de mudarse a la ciudad no sabía lo que eran los colectivos, las avenidas, los
subtes y todo ese ruido tremendo que produce tanta gente junta en un mismo
lugar. Para su sorpresa, Emilia estaba fascinada. Cada motor de auto le hacía repiquetear
los pies al compás, las bocinas, los susurros, el viento en la cara de esos
trenes que corrían por debajo de la tierra. Todo le provocaba ganas de moverse,
expresaba ritmos con su voz y sonreía. La gente la observaba. Ella no estaba
acostumbrada a este tipo de público. Le parecía increíble. Lo que no entendía era
por qué no estaban todos abrazando a un árbol, si había tantos en las veredas y
en los parques. Los sentía solitarios, algunos más tristes que otros, con el
poco sol que llegaba sobre sus ramas a través de los edificios. Decidió que no
cambiaría su forma de ser aunque aquí se sintiera distinto. No le preocupaba lo
que pensaran los demás. Ella era feliz así. Poco a poco, comenzó a abrazar a
todos y cada uno de los árboles que se cruzaba en su camino. Y les fue
preguntando cuáles eran sus nombres y ellos le respondían fascinados luego de
haber aguardado en silencio durante tanto tiempo a que alguien les hablara.
Los años fueron pasando y Emilia fue
conquistando amigos en cada sitio nuevo que visitaba en la gran ciudad; sin
olvidar jamás a sus más queridos que aguardaban ansiosos en el campo a que ella
regresara a abrazarlos cada vez que podía, ya fuera durante un fin de semana
largo o por las fiestas o en el verano. Fiel a su estilo, como no podía ser de
otra manera, lo hacía cantando y bailando.
Por esos preciados refugios ♡
ResponderBorrar❤️ Por más melodías a nuestro alrededor ❤️
BorrarEsto es una obra de arte. Lastima que a veces nos quedamos con sabor a poco. Más Rosario, más!
ResponderBorrar🌼Te adoro. Gracias. Ya llegará más. Paciencia. Mientras, abracemos árboles. 🌼
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