Mi abuela rancia


Mi abuela me despertaba todas las mañanas no muy amorosamente. Pobre, no lo hacía a propósito. Simplemente me abría la puerta del cuarto y el perro raza cusquito que teníamos (lo habíamos levantado con mi mamá de la calle un domingo paseando por el barrio, estaba medio asustado al lado de un árbol, sin nadie alrededor, o estaba perdido o había sido abandonado) saltaba como loco arriba de mi cama y me lamía toda la cara invitándome a comenzar el día.

Amaba a Polizón. Así se llamaba mi perro. Y amaba a mi abuela, aunque era medio sorda y rara vez entendía bien todo lo que yo le decía. Ella me preparaba el desayuno que consistía en una taza de té con leche y dos rodajas de pan, a veces con manteca, a veces con dulce de leche, a veces con mermelada. No mucho más. Mi mamá no estaba a esa hora porque se iba a trabajar muy temprano en la mañana, así que yo recién la veía por la tarde. Aún recuerdo a mi abuela gritándole a Polizón, pidiéndome que lo saque a pasear a la vereda a hacer pis, cosa que yo hacía religiosamente a la mañana antes de ir al colegio y al mediodía antes de almorzar. A la noche era mamá la que se encargaba de sacarlo a pasear. Sé que aprovechaba para tomar aire y fumarse un cigarrillo en soledad. Andá a saber qué cosas pensaría.

En mi casa éramos tres, bueno, cuatro con Polizón. Era una familia regida por mujeres. Mi abuela había enviudado varias décadas atrás (yo nunca conocí a mi abuelo) y mi papá había fallecido cuando yo apenas tenía dos años. Casi no tengo recuerdos de él. Si no fuera por un par de fotos y alguna que otra anécdota, no sabría de su existencia. Mi mamá y mi abuela sí que sabían sobre la soledad de perder a un compañero. Aunque gastaban sus días intentando disimularlo frente a mí siempre sentí la ausencia total de una figura paterna en mi casa.

Lo que sí tenía eran primos. Dos increíbles, fantásticos y maravillosos primos que me llevaban varios años. Hijos de la hermana de mi mamá, para mí eran todo. Tenían esa onda de adolescentes cancheros, con pelo largo y unos ojos verdes que conquistaban a las chicas. Lo sé, porque las veía cuando íbamos al almacén juntos a comprar algo los fines de semana que nos visitaban. Ellos vivían en provincia, que para mí, cuando era chico, era como lo más lejos que se podía estar de la casa de uno. ¿Dónde quedaba “provincia”? ¿Dónde quedaba la casa de mis primos? A dos colectivos y un tren del barrio de Villa Mitre donde yo vivía.

Villa Mitre era parte del barrio de Paternal, o parte del barrio de Flores, no lo sé, pero le decían Villa Mitre. Para mí, era vivir a una cuadra de la plaza de Pappo, que era un cantante de mechas largas, medio rústico y metalero. Mi mamá lo detestaba, pero a mis primos les encantaba, así que a mí también.

Pero me estoy yendo por las ramas, les estaba contando de mi abuela. Luego de desayunar juntos y medio apurados, yo me iba para el colegio que quedaba solo a unas cuadras de donde vivíamos. En esa época la mayoría de los chicos íbamos caminando si vivíamos cerca, y casi todos vivíamos cerca. Salvo una compañera que recuerdo que se tomaba el 113 y la dejaba en la esquina de la escuela. Era una locura pensar que ella tenía el poder de subir sola y pagar el boleto. Me parecía fascinante que pudiera venir a la escuela con plata y que viajara en colectivo. Se llamaba Amelia y había entrado a nuestro colegio ese año. Era muy alta y llevaba el pelo atado en una colita que usaba muy arriba en la cabeza. Era hermosa, con su pelo oscuro, muy oscuro. Yo estaba deslumbrado con ella, pero no se lo decía a nadie. Los varones no contábamos nuestros pensamientos ocultos la mayoría de las veces, simplemente los teníamos pero no los decíamos.

Al colegio iba en el turno mañana, lo que me daba mucha pereza, sobre todo en invierno cuando levantarse era un suplicio, por favor, odiaba tener que dejar la cama calentita para ir a hacer cuentas con una maestra vieja que me aburría bastante. Lo bueno de ir por la mañana, era que siempre tenía las tardes libres para jugar, salir a la vereda o ir al club con algunos de mis amigos del barrio. Eso estaba copado. Como yo no dormía siesta (siempre odié la siesta, hasta que fui muy grande) aunque mi abuela me obligaba pero, pobre, no podía lograr que yo cumpliera, entonces tenía un montón de horas para disfrutar del día. Ya habría tiempo para las tareas del colegio, a mí lo que me gustaba era salir a “callejear”, como decía mamá. 

Almorzábamos juntos, mi abuela y yo. No cocinaba rico, casi siempre me quedaba con hambre, pero no se lo decía. No me importaba, yo quería terminar rápido el almuerzo para irme a jugar con Polizón. La recuerdo yendo a tocarle la puerta a la vecina para pedirle algunos huevos, a veces era algo de arroz o fideos. Hoy me pregunto si lo que no había era dinero para las compras o si el hecho de que mi abuela fuera algo fóbica a la gente o al afuera era lo que la llevaba a pedirle cosas a la vecina. Doña Renata se llamaba. Era una vieja divina, la vecina, digo. Me pedía un beso cada vez que nos cruzábamos en el edificio y me acariciaba las mejillas. Siempre sacaba algún caramelo de alguno de sus bolsillos y olía a bizcochuelo de vainilla. Ah, me hubiera encantado que doña Renata fuera mi abuela. Yo nunca entraba a su departamento, salvo aquella vez en que mi abuela se cayó y tuve que ir a pedir ayuda. Tenía una casita de sueño, como esas que aparecían en los álbumes de figuritas de Sarah Key que tenían las chicas del cole. Parecía un cuento de hadas. Pero me estoy yendo por las ramas, otra vez y yo les estaba contando de mi abuela.

Mi abuela tenía olor a rancio. No es que no se bañara, no. No sé cómo explicarlo, pero su ropa olía a rancio. Años más tarde descubrí que adentro del placard existía un mundo de bolitas blancas conocidas como naftalinas, seguramente era eso lo que se le enredaba entre sus prendas dándole aquel aroma tan particular. Ella me solía pedir ayuda para guardar cosas en la alacena donde ya no llegaba. Yo me subía a un banquito que había en la cocina y las ponía en su lugar antes de que llegara mamá del trabajo. También me pedía que lavara los platos, yo odiaba la grasa que quedaba en la vajilla pero me divertía mucho la espuma que hacía el detergente sobre la esponja. Mi abuela me retaba, no había que desperdiciar jabón. Eran otros tiempos y la mano venía jodida. Pero yo pensaba que si podía encargarme de los platos también podía aprovechar y jugar a la espuma en la pileta como si fuera una gran bañadera y la vajilla mis juguetes. Si pasaban varios días sin que lloviera, me pedía que regara las poquitas plantas que teníamos en el balcón, y a cambio, me daba algunas moneditas que tenía guardadas en un viejo alhajero nacarado sobre la cómoda de su cuarto.

Por las tardes ella dormía su siesta. Se le cerraban los ojos en el sillón viendo alguna novela en la televisión (me acuerdo de una donde los hermanos Pimpinela hacían de gemelos separados al nacer) y como yo tenía prohibido cambiar de canal y me aburría, esperaba que se durmiera y me rajaba del departamento. Una de mis entretenimientos favoritos, algo de lo que más me divertía hacer era ir a tocarle el timbre a mi vecina Margarita. Cuando la mamá la dejaba salir porque no tenía tareas para el colegio, nos íbamos a la plaza juntos. No tomábamos el ascensor, nos encantaba bajar las escaleras a toda velocidad, lo cual era algo bastante drástico y peligroso, y corríamos carreras a ver quien llegaba antes a planta baja. A veces en los descansos de cada piso, para hacer más rápido, nos saltábamos un par de escalones y caíamos haciendo ruido con la suela de las zapatillas. Cuando llegábamos a la calle: la libertad; no hacía falta ponernos de acuerdo, corríamos a toda velocidad la cuadra que nos separaba de los juegos. Mi favorito siempre fue el tobogán, a ella le fascinaba la hamaca, pero de una u otra manera, siempre nos organizábamos para pasar por todos. No podíamos irnos de la plaza sin habernos subido a cada uno.

Si la tarde lo ameritaba, si las tareas no urgían, si el reloj no nos apresuraba, si la lluvia no aparecía, nos dábamos una vuelta por el club. Siempre encontrábamos a alguien conocido. Nos gustaba recorrer las instalaciones como si estuviéramos haciendo una investigación de las actividades que se realizaban. Pasábamos lista, el equipo de básquet entrenaba más temprano, las chicas de gimnasia deportiva, los pibitos de fútbol (los peques porque los más grandes entrenaban siempre más tarde). Nos comprábamos algún Topolín en el kiosco para descubrir la sorpresa, o algún chicle (que para mí era lo más, te hacía re canchero). Al rato pegábamos la vuelta.

La merienda en casa la tomaba con la abuela, pero esta vez yo le preparaba el té con leche para ella y me hacía una chocolatada para mí, fría en verano y caliente en invierno. Ya me habían enseñado a usar las hornallas y a ser cuidadoso con el fuego y no quemarme. Si tenía suerte y mamá no se atrasaba después del trabajo, a veces también merendábamos con ella. Eso era lo más copado. Me encantaba escuchar a mamá hablar de las cosas de adultos con la abuela, que muchas veces le pedía que repitiera lo que decía o simplemente se apoyaba sobre su mano izquierda como símbolo de que estaba algo aburrida del cuento.

Ellas se peleaban mucho, lo recuerdo como si fuera hoy. Aún me parece escucharla a mi abuela hacerle comentarios a mi mamá sobre mi educación. Era muy loco, cuando mi mamá me apañaba en algo frente a mi abuela, mi abuela le decía que tenía que ser más estricta conmigo, controlar mis tareas, prestarme más atención. Mi abuela siempre le reclamó a mi mamá que no estuviera mucho tiempo en casa, que saliera, que no se encargara de las compras y esas cosas de madres. Yo sentía que mi mamá me defendía. Ahora, cuando mi mamá se enojaba por algo del colegio o sobre mi comportamiento y se la agarraba conmigo, uuff, mi abuela saltaba como leche hervida y empezaba a protegerme de una manera que yo no veía en ningún otro momento. A mí me encantaba. Éramos como un péndulo, íbamos y veníamos; yo me reía la mayoría de las veces con solo verlas, me hacían gracia. Ellas se enojaban más cuando yo lo hacía.

Aún me abraza el recuerdo de mi abuela rancia yéndose de este mundo sin haberla podido abrazar lo suficiente. No supe hacerlo mientras pude o ella no supo pedírmelo. Junto con la desaparición física de mi abuela, la pérdida de Polizón fue uno de los mayores dolores que tuve que atravesar más tarde. Ellos eran especiales.

Mi abuela no era como las de los cuentos, no era como las abuelas de muchos de mis amigos del colegio. Mi abuela tenía olor a rancio y yo la amaba. Ella la ayudaba a mi mamá cuidándome, o ¿era al revés y mi mamá la ayudaba a mi abuela? ¿O ellas dos me cuidaban a mí? No lo sé. Quizás siempre fui yo quien las cuidó a ellas.

Rosario Sabarrena


Comentarios

  1. Como siempre mi amada Ro a flor de piel. Con ese maravilloso talento de resucitar los recuerdos, acariciar los sentimientos sin pudor con una emocionante manera de contar...
    Ya falta menos para que nos podamos abrazar y tomarnos un vinito!!!! Besos a los tres

    ResponderBorrar
  2. Bienamada dulce recuerdo agrio como un caramelo ácido pero con un sabor a infancia estancada, retenida, odiada y arullada todo junto ellas cuidaban o eran cuidadas? Te amo Besos con triplicado

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Mi bella Edda. Esta vez es ficción. Tomar la vida y dárselas a estos personajes. Quién cuida a quien? Te abrazo gigante. Gracias por leerme.

      Borrar
  3. Anoche recordabamos en familia anecdotas y ocurrencias de mi abuelo materno♡ gracias por hacer q esto suceda... sos magia

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas populares